En 2013 se proclamó oficialmente el DSM-5 (cuya edición revisada fue publicada en 2022), un manual estadístico y diagnóstico redactado por especialistas de la Asociación Psiquiátrica de Estados Unidos en un intento de unificar y digitalizar los diagnósticos para servir a los fines de la industria, el Estado y las compañías de seguros. Clasificar en psiquiatría exhibe y discute la última expresión de esa ominosa empresa de encasillar anomalías que no se llegan a entender, encargando a la medicina el cuidado de las normas y el orden y al derecho la relación con las reglas y la ley. La psiquiatría es la única rama de la medicina que evita usar la palabra enfermedad para definir de qué se ocupa y llama a sus afecciones trastornos, un eufemismo que traduce el vocablo inglés desórdenes. ¿Qué orden es el que se desordena cuando alguien es distinto de cómo se espera? ¿Qué autoriza al médico a clasificar a los seres humanos entendiendo que padecen de trastornos de la personalidad, que son anormales o peligrosos y que requieren de tratamientos? Queda claro que esa estrategia del lenguaje, de aspecto científico, es una maniobra que forma parte de un proyecto de medicalización de la sociedad, de psiquiatrización de la vida, de atribución de un mercado del sufrimiento a una profesión que intenta manejar el malestar en la cultura con drogas producidas por las compañías farmacéuticas y con marbetes diagnósticos que descalifican a quienes los reciben, pero que permiten la mutua comprensión entre los administradores. La empresa clasificatoria es la llave maestra para (uni)formar a los psiquiatras y estimular en ellos el sueño de explicar las dificultades de los sujetos como efectos de factores biológicos: los genéticos o las perturbaciones funcionales del cerebro... como si se pudiese comprender una polonesa de Chopin estudiando el ADN del músico o las manos de Rubinstein o la centellografía cerebral del oyente.