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Mamajuana había visto destruida dos veces la catedral de Manizales y aún creía que podría verla tambalearse de nuevo antes de morir. Así ocurrió a principios de la década de los sesenta y por eso todos los pobladores de Morada Esmeralda, un cafetal a las afueras de un pueblo pegado a esa ciudad colombiana, subieron a la camioneta para ser testigos del desastre. Mamajuana, la negra matriarca que cultiva su intuición contemplando las volutas de humo de sus cigarros; Quintiliano, el indio reseco que solo dice «tutuyí» desde que se cayó de lo alto de una palma de cera; el tonto y negro Blas, dueño de la perpetua alegría; Benito, negro, bueno e inteligente; Luz Divina, blanca y rubia; Isanza, prima de los anteriores, una mulatita con un nombre demasiado largo para llamarla por él; Gonzalito Bengoechea y su madre, la negra Virtudes; Sócrates, Platón y su mujer, Isabel; la tía Esperanza y el tío Dimi. En ese punto arranca esta historia que nos lleva atrás en el tiempo hasta el momento en que una niña es abandonada a los pies del hospicio y recorre un espacio de, aproximadamente, noventa años en los cuales los personajes tejen la trama de sus vidas, las catedrales se caen y se levantan, los tesoros se encuentran y se pierden y un pasado insospechado se abre paso para llenar huecos y contestar preguntas, casi todas.